Santo Clos, ese gran villano


De niño Santo Clós me enseñó dos cosas: a mentir y a hacerme pendejo solo.

Tengo dos vívidos recuerdos de mi niñez relacionados con ese enigmático personaje que es Santo Clós. En el primero tendría yo unos seis o siete años cuando durante la tarde de un 24 de diciembre nuestros padres decidieron llevarnos a mí y a mis hermanas a la iglesia a dar gracias por las bendiciones recibidas durante el año. Fuimos a la catedral, que se encuentra en pleno centro de la ciudad, en donde es difícil encontrar estacionamiento; mi padre nos dejó a la entrada del atrio y se fué con el auto a buscar donde estacionarse mientras nosotros entramos y comenzamos nuestras oraciones; no recuerdo cuánto tiempo le tomó a mi padre alcanzarnos, pero fué el suficiente como para que llegara quejándose del gentío que había en las calles y lo difícil que fué encontrar un lugar. Terminamos nuestros eclesiásticos asuntos y regresamos a casa con el objetivo de disfrutar de la cena navideña. Sin embargo, tanto yo como mis hermanas experimentábamos una ansiedad que nada tenía que ver con los manjares que mamá se había esmerado en preparar para esa noche. De hecho, queríamos ya terminar con todo ese asunto de la cena e irnos a dormir para de esa manera, en una dulce inconciencia, acortar el tiempo que faltaba para la mañana siguiente. Y es que era entonces cuando por fin, después de meses de expectativas, de interesadamente portarse bien y de una cuidadosamente redactada carta de peticiones, ocurría el milagro anual: Santo Clós, cual malechor profesional, se escabullía quien sabe como dentro de la casa y dejaba tras de sí un cargamento de regalos. Los regalos rara vez coincidían con lo listado en la carta-requisición pero uno solo podía suponer que tales variaciones algo tenían que ver con el grado de buen comportamiento presentado y tal vez con algunos problemas logísticos o de disponibilidad. En todo caso lo importante era que habría regalos y que una vez mas un milagro se realizaría ahí mismo en nuestras salas, frente a nuestras narices. Siempre inquisitivo, para mí era tan estimulante la promesa de los regalos, como la preciosa oportunidad que se presentaba solo una vez al año de ahora así sorprender al fantástico personaje. Tenía que haber manera de agarrarlo con las manos en la masa. En esa tarde en particular durante el viaje en auto de regreso a la casa ya iba yo pensando en las estrategias a seguir ese año: era indispensable asegurarse de que todas las puertas y ventanas quedaran perfectamente cerradas al irnos a dormir; había que vigilar celosamente a nuestros padres ya que una de mis teorías mas sólidas era que el robusto señorón tenía en ellos a un par de cómplices que le facilitaban la entrega, si no ¿cómo era posible que entrara a la casa? Y sobre todo, había que permanecer despierto toda la noche. Este era el punto débil de mi plan; nunca hasta ahora había logrado permanecer en vela toda una noche y por experiencias previas sabía que una sola pestañeada de unos minutos era suficiente para que una vez mas el milagro se realizara sin que yo lo presenciara. Este año tendría que hacer un esfuerzo mayor, tal vez sentarme en una silla, o caminar de lado a lado de mi recámara durante toda la noche si fuera necesario.
Pero toda esta planeación fué en vano; para nuestra sorpresa, al llegar a casa de la iglesia ¡los regalos ya estaban ahí! ¡ese viejo zorro se las había olido y había roto todos los protocolos para evitar ser pillado! la decepción solo duró unos momentos en mi mente infantil; le siguió una genuina admiración por la astucia del gordinflón para casi inmediatamente ser relegada por el entusiasmo devastador de los regalos por abrir.
Mi segundo recuerdo es de unas cuantas navidades después. Ya tenía yo varios elementos para sospechar que todo el asunto ese del Santo Clós no era mas que un elaborado fraude. En la escuela ya se habían dado varios casos de enfrentamientos entre creyentes y escépticos que generalmente eran niños mas grandes de grados superiores; a veces se habían derramado lágrimas y hasta golpes hubo en ocasiones. Y es que no era para menos, si Santo Clós no existía entonces implicaba que habíamos sido víctimas de un descarado engaño por parte de aquellos en los que mas confiábamos: nuestros padres y la televisión. Había que ser muy cuidadosos, todos sabíamos que había una regla que decretaba que si no creías en Santo Clós entonces no te traería nada. Había demasiado en juego, había que tener cuidado, mucho cuidado. Sobre todo había que evitar que los padres, existiera Santo Clós o no, se enteraran de estas dudas, ya que en cualquier caso la provisión anual de juguetes se pondría en peligro. Para el momento en que la duda se había convertido en certeza, yo seguía jugando el juego, escribiendo mi cartita y sonriendo sorprendido en la mañana de navidad. Yo sabía que mis padres sabían que yo sabía, pero estaba mi hermana menor cuya ilusión había que proteger, así que tenía yo asegurado mi botín anual, al menos hasta que mi hermana terminara por atar cabos, lo cual eventualmente sucedió.

Ahora en mi madurez, reflexiono sobre lo que representa Santo Clós. Generalmente es considerado una "bonita ilusión" de la niñez que vale la pena experimentar, un inocuo juego que le da significado a una hermosa tradición. Sin embargo, si lo analizamos mas de cerca las cosas que le enseñamos a nuestros niños, y las cosas que éstos aprenden con esta "bonita ilusión" no son tan inocuas como parecen. Santo Clós es una lección trascendente para el niño; son varios los conceptos que asimila el infante mientras va creciendo con Santo Clós, y ninguno de estos conceptos tiene nada de positivo:

- Aprende a portarse bien por que si no "no te va a traer nada Santo Clós". Y peor aún, aprende que puede llegar a no portarse tan bien, y de todas maneras recibe regalos, por lo que concluye que de alguna manera el sistema puede ser burlado.

- Aprende que existen seres fantásticos con poderes sobrenaturales que se mueven entre nsosotros. No las hadas y los ogros de los cuentos, que todo mundo sabe que no existen, si no el Santo Clós cuya existencia es confirmada por nuestros propios padres y por la sólida evidencia de los regalos bajo el árbol. La creencia particular en Santo Clós podrá desaparecer con los años, pero la semilla de la credulidad que se sembró tan a temprana edad no se desarraiga tan fácilmente. En la vida adulta seguimos creyendo en otro tipo de "Santo Closes": horóscopos, limpias, fantasmas, ovnis, brujas, cristales, etc. Aprendemos así en la mas tierna infancia a creer sin cuestionar.

- Cuando la incredulidad comienza a hacerse patente, el niño aprende algo muy importante: los padres pueden mentir, y pueden hacerlo de una manera muy elaborada y estructurada. Si me engañaron sobre esto ¿sobre qué mas me han mentido? Durante mis elaborados planes para sorprender al obeso farsante nunca consideré la posibilidad de que mis padres estuvieran mintiendo. Cuando la evidencia hizo imposible el seguir negándomelo, el sentimiento fue de indignación, de afrenta a mi inteligencia. Fuí un tonto, todos esos planes, todas esas caras de sorpresa fingidas, falsas. Claro que lo bienintencionado del engaño minimiza la afrenta, pero el precedente queda, y el niño lo tiene en cuenta de ahí en adelante.

- En el período entre que el niño descubre la verdad y cuando el hecho se establece explícitamente en la familia, el niño aprende a fingir, a mentir por conveniencia. Seguirá con el juego lo mas que se pueda, todo sea por los juguetes. A este período puede seguir otro período al que yo llamo de "hacerse todos pendejos solos" en el que todos, padres e hijos, ya saben que todos ya saben, pero nadie dice nada por que nadie sabe como abordar el tema. Mientras tanto el niño seguirá escribiendo su cartita con puntual diligencia.

Cuando expreso estas opiniones en casi cualquier contexto, la razón mas frecuente que escucho para justificar este pernicioso juego es que es una "bonita ilusión" para el niño: "¿A poco no fué bonito para tí esperar a ver que te amanecía?" Podrá haber sido muy bonito, pero si algo he aprendido en la vida es que no importa que tan bonito sea algo en lo que yo quiera creer, siempre voy a terminar chocando con el sólido muro de la realidad, no importa con cuántas fuerzas o con cuánta ilusión lo crea. También he aprendido que aunque choque con la realidad, siempre tengo la opción de seguir "haciéndome pendejo solo", pero hasta ahora no he logrado sacar nada productivo de ello. Dejemos de enseñar a nuestros hijos a "hacerse pendejos solos". Podríamos iniciar una nueva tradición, en la que todos los miembros de la familia, niños y grandes, preparen regalos para los otros como una manera de expresar cariño, un cariño real, no ilusorio, un cariño sin pendejadas.

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